Una
mañana más, Brandon (Michael Fassbender) se despierta en su piso de Nueva York.
Vive solo, bien entrado en la treintena. Mira al techo, reflexiona un momento.
Se levanta. Está desnudo. Va al baño. Una extraña y sensual voz se insinúa en
su contestador. El aludido no descuelga el teléfono.
Brandon sale de casa. Coge el metro como
todos los días. Se encamina hacia su oficina para seguir desempañando un
trabajo del que se nos detalla poco, pero se nos sugiere mucho. Mientras las
estaciones se suceden, ocupa el tiempo ojeando a sus compañeros de vagón.
Acabamos de irrumpir en la vida de un ciudadano
del siglo XXI. ¿Por qué una película con un comienzo, presuntamente, tan baladí
iba a suscitar una reseña de este cariz?
La cuestión es simple, en apariencia:
Brandon es adicto al sexo. Su día nace, se desarrolla y muere en base a una
dependencia que se ha tornado compulsiva. Ya hace tiempo que ésta trascendió el
mero placer físico. Sus polvos y masturbaciones lo son todo para él, la base de
su día a día. El vacío existencial que le carcome sólo puede ser ahuyentado
temporalmente a través de la satisfacción corporal más elemental.
Brandon se alivia en la ducha, en el
trabajo, ve vídeos porno, emplea webcams, revistas… No duda en contratar
prostitutas y en beneficiarse a las mujeres que quedan a su alcance. Su apetito
debe ser saciado llegando a importar poco quién sea el utilizado.
Hasta que un día entra en escena su hermana
Sissy (Carey Mulligan), otro ser a la deriva pero, a diferencia de Brandon,
inconformista y con deseos de tomar un nuevo rumbo. Cantante de cabaret
ocasional, busca poner un poco de sentido en su vida empezando por el reencuentro
con Brandon, al que hace mucho tiempo que no ve. Éste, no sin cierto recelo,
permite que ella se aloje unos días en su piso, con las consecuencias que ello
acarreará.
De este modo, queda expuesta la premisa de
“Shame”, un filme pequeño por su producción y repercusión mediática pero que,
como representante de la cinematografía reciente, se eleva hasta cotas
raramente transitadas. Y es que no recuerdo una película de los últimos años
que nos haya bombardeado con verdades tan directas, expresadas con una
elocuencia tan contundente y estremecedora.
Nos encontramos ante un relato depresivo
sobre el desencanto del presente. En el fondo, la dependencia hacia el sexo de
su protagonista puede ser perfectamente traspolable a cualquier otra adicción
reconocible de nuestros días: el juego, el tabaco, el alcohol, la televisión,
Internet… Cualquier persona con necesidad de llenar su inconformismo cotidiano
puede acabar colgado de una mal medida vía de escape a cuyo acceso tenemos
todos y de una repercusión imparable.
En este caso, nos ocupa un tema que sigue
siendo tabú actualmente pese a que, desde la mayoría de los sectores, las referencias
al sexo son constantes, directas o implícitas. Se nos suele ofrecer la cara más
estilizada del acto cuando estamos ante un puro instrumento de poder y
comercialidad explotado hasta la saciedad. Al mismo tiempo, se obvia la otra
cara: su capacidad de enganche puede producir monstruos.
La deshumanización ha crecido al mismo ritmo
que el progreso tecnológico. El amor, los sentimientos, parecen más proscritos
que nunca en las acciones personales. Brandon es la viva representación de eso.
Como deja traslucir en una cita con una mujer interesada en él, es un ser solitario
e incapaz de amar. Esta idea quedará reflejada de manera prístina en el
siguiente encuentro entre ambos.
El director londinense Steve McQueen, autor
de “Hunger”, expone los hechos con una puesta en escena seca, cruda, acorde con
la historia que maneja. Sus largos planos fijos obligan al espectador a
enfrentarse a la realidad sin escapatoria alguna. Se nos invita a entrar sin
llamar en las vidas de unos seres perdidos en una sociedad que los ignora.
El trabajo del germano-irlandés Fassbender
apabulla. Su plasmación de Brandon puede adjetivarse de muchas maneras por lo
redondo y exacto que resulta su trabajo. A mí me gustaría destacar ante todo su
valentía, su entrega, por desnudarse en pantalla de tal manera tanto por fuera
como por dentro, sobre todo por dentro. Con una interpretación de esta
categoría, el efecto de una película como “Shame” se multiplica, no sé si por
dos, por cinco o por diez.
Varios son los momentos, de un dramatismo
intenso, que quedan alojados en la memoria en una de esas películas que, de
verdad, fluye en nuestra cabeza tiempo después de haber abandonado la sala.
Tales como la conversación cara a cara entre los hermanos en el sofá, donde las
verdades más sinceras cortan el aire, o la conmovedora escena del salón en la
que Sissy interpreta una versión despojada de cualquier glamour de “New York,
New York” y ante la que Brandon no puede evitar emocionarse, aunque intente
ocultarlo.
Estamos ante una historia sin moralina, en
contra de cualquier convencionalismo hollywoodiense ajeno a los dramas de la
sociedad vigente y pródigo en pasatiempos aparatosos y fáciles de vender. Esta
cinta atrevida y reflexiva, de aparente simplicidad, deja pocos resquicios a la
esperanza.
La vergüenza enunciada en el título nos
llegará a cada uno en función de lo que, a título propio, nos sintamos
peligrosamente identificados con el trasfondo de lo narrado en esta propuesta
cinematográfica indispensable.
Jaime Soteras